El parque del Distrito Este. Capítulo 4

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Yo fui una de las personas de la ciudad de Lipisi cuyo plan fue aprobado por el Comité de Expertos. El día que recibí la comunicación oficial me sorprendí tanto que tuve que ir a casa de mi vecino, a unos dos kilómetros de la mía, y hacerle leer la carta por si la había entendido mal. Es lo que tiene vivir sola en el campo, que a veces el aislamiento puede hacerte dudar de tus facultades. Pero en cuanto comprendí que realmente había sido seleccionada empecé a ponerme nerviosa. Me moría de ganas por saber con quién competía en la fase local, así que de casa de mi vecino fui directa al ayuntamiento. No recuerdo casi nada de ese trayecto; creo que funcionaba en modo robot, obedeciendo a un comando sin pensar.

Al llegar, me quedé impresionada con la cantidad de gente reunida en la entrada. El ayuntamiento tiene un portal muy amplio en el que de vez en cuando se organizan recitales o exposiciones, y mi primera lectura del gentío fue que se trataba de algo así, pero al acercarme más vi que lo que se estaba montando era un gran cartel, apoyado en un caballete de metal, que se titulaba “I Concurso de Diseño de Parques del Distrito Este: Fase de elección local”. Me fui deslizando entre las demás personas hasta encontrarme justo delante del póster y pude leerlo entero (como 4 veces hasta que procesé lo que significaba). Estaba tan inmersa en mi asombro que no me di cuenta hasta horas después, cuando se lo estaba contando todo a mis padres por teléfono, de que a pesar de la mucha gente que habíamos acudido para saber qué iba a pasar con el Concurso, reinaba entre nosotros un silencio admirable. Los funcionarios que habían puesto el cartel se quedaron en la entrada del ayuntamiento en vez de volver a sus cubículos y nos miraban, a su vez maravillados de nuestras reacciones casi inaudibles. Solo algunas personas que habían acudido juntas cuchicheaban de vez en cuando mientras leían el anuncio oficial.

Finalmente, después de leerlo entero una vez y otra, comprendí que en Lipisi solo habíamos quedado otra persona y yo. A partir de ese mismo día, disponíamos de dos semanas para revisar nuestras propuestas y hacer pequeños cambios y retoques. Cuando entregáramos las versiones finales y fueran aceptadas por el Comité de Revisión, se pondrían a disposición del resto de ciudadanos. Se podrían consultar en la oficina del Concurso habilitada en el ayuntamiento durante una semana, al cabo de la cual se votaría, con el mismo procedimiento que en las elecciones, entre los dos proyectos. El ganador se convertiría en la propuesta de la ciudad en la fase regional del Concurso. En esa última fase, como ya se había anunciado, el jurado se compondría de 13 personas de menos de 16 años elegidas al azar en todo el Distrito.

La otra persona que había llegado a la fase local también había leído el cartel entre la muchedumbre, pero se ve que no había tardado tanto en asimilarlo. Cuando por fin procesé toda la información, me dirigí a uno de los funcionarios que nos observaban y me presenté.

“Oh, ¡perfecto! Si es tan amable, debemos firmar algunos papeles. Por aquí, por favor”.

Me condujo a la oficina del Concurso, donde le conocí. Mi “competidor”, aunque nunca me gustó llamarle así, era un hombre de unos 50 años, de barba de unos días y pelo largo. Al verme entrar, me sonrió y me dijo que se llamaba Itatí y que me deseaba mucha suerte. La verdad es que salimos de la oficina charlando y ahora, cuando ya ha pasado tanto tiempo de todo esto, seguimos quedando una vez al mes o cada dos meses para ponernos al día. Itatí me ha enseñado mucho de arquitectura todos estos años, pero también de la vida y de las cosas que solemos dar por sentadas y deberíamos apreciar más.

Las siguientes fueron dos semanas muy cargadas e intensas. Por un lado, me zambullí en la presión autoimpuesta mediante un gran sentido de la responsabilidad que me causaba ser consciente de tener una última oportunidad para mejorar mi propuesta y, por otro, las dudas, los cálculos y los replanteamientos me consumieron hasta el punto de que dormía muy pocas horas, a menudo en la mesa, y comía cualquier cosa a cualquier hora. Cuando por fin terminé de hacer modificaciones, tuve aún fuerzas para marcar el teléfono de mi vecino, al que ya he mencionado, y avisarle. Lo próximo que recuerdo es despertarme por el olor a sopa que llegaba de la cocina y repetir tres veces hasta sentirme tan llena de agradecimiento y de calor hogareño que creía que iba a derretirme por dentro. Mientras comíamos, me contaron que al llegar y verme dormida en una silla, mi vecina fue al ayuntamiento a entregar los planos por mí y mi vecino se quedó en la cocina. No sé cómo lo habría logrado sin ellos.

Una vez entregados, me liberé de la presión y me sentía como si hubiera ganado, aunque la verdad es que no pensaba ya en el Concurso, sino que volví a mi rutina como si nada hubiera sido real. Ni siquiera recordaba que los cambios que había hecho aún debían ser aprobados por el Comité de Revisión. Días después, en el mercado, me crucé con una cara familiar, que me guiñó un ojo al pasar. Me quedé pensando quién era, pero por más vueltas que le daba no conseguía recordar ningún nombre. En el coche, de vuelta a casa, de repente me di cuenta. ¡Era el funcionario que me había registrado en la fase local! A partir de ese momento, cuando acababa de empezar la semana en que el público podía consultar los proyectos para elegir su favorito, me volví a poner nerviosa y ya no dejé de estarlo hasta que, al domingo siguiente, me notificaron por teléfono que el recuento de votos había terminado. Al cabo de un rato, sonó de nuevo y, al descolgar, oí la voz suave de Itatí.

Capítulo 5